21 de marzo de 2008

CONTINUACION-------------

Eugenia — ¡Me encanta ser la causa! Pero se te ha escapado una palabra, querida amiga, que no entiendo. ¿Qué significa esa expresión de puta? Perdón, pero ¿sabes? estoy aquí para instruirme.
Madame de Saint-Ange — Se llama de este modo, hermosa mía, a las víctimas públicas de los excesos de los hombres, siempre dispuestas a entregarse por su temperamento o por su interés; felices y respetables criaturas a quienes la opinión castiga pero la voluptuosidad corona y que, mucho más necesarias para la sociedad que las virtuosas, tienen el coraje de sacrificar, para servirla, la consideración que la misma sociedad osa quitarles injustamente. ¡Vivan aquéllas a las que el título de puta honra! ¡He aquí a las mujeres verdaderamente amables, las únicas verdaderamente filósofas! En cuanto a mí, querida, que hace doce años trabajo para merecer el título de puta, lejos de asustarme, me divierte. Es más: me encanta que me llamen así cuando me poseen; tal injuria me calienta la cabeza.
Eugenia — ¡Oh, lo concibo! No me enojaría si me la dirigiesen y menos aún me molestaría merecerla; pero... ¿la virtud no se opone a tal inconducta? ¿no la ofendemos comportándonos como lo hacemos?
Dolmancé — ¡Ah! ¡Renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay un solo sacrificio que pueda hacerse a esas falsas divinidades y que valga un minuto de los placeres que se gozan ultrajándolas? La virtud no es sino una quimera y su culto consiste sólo en inmolaciones perpetuas, en innumerables revueltas contra las inspiraciones del temperamento. ¿Semejantes gestos pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? Que, no la engañen, Eugenia, las mujeres llamadas virtuosas. No son, si usted quiere, las mismas pasiones nuestras a las que ellas sirven, pero son otras pasiones y a menudo mucho más despreciables... La ambición, el orgullo, sus intereses particulares, incluso la simple frialdad de un temperamento que no les suscita nada, ésas son sus razones. ¿Debemos algo a tales seres, me pregunto? ¿No han seguido ellos los únicos impulsos del amor a sí mismos? ¿Es acaso mejor, más sabio, más a propósito sacrificarse al egoísmo que a las pasiones? Para mí, lo uno bien vale lo otro; y quien no escucha sino a las últimas tiene más razón, puesto que la pasión es el único órgano de la naturaleza, en tanto que el otro lo es de la imbecilidad y del prejuicio. Una sola gota de leche eyaculada por este miembro, Eugenia, me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio.
Eugenia (Se ha restablecido un poco la calma durante estas disertaciones; las mujeres, vestidas otra vez, recostadas en el canapé, y Dolmancé cerca de ellas, en un gran sillón) — Pero hay más de una clase de virtudes: ¿qué piensa usted, por ejemplo, de la piedad?
Dolmancé — ¿Qué puede ser esta virtud para quien no cree en la religión? y, ¿quién puede creer en la religión? Razonemos con orden, Eugenia: ¿no llama usted religión al pacto que liga al hombre con su creador, y que lo compromete a testimoniarle, por medio de un culto, el agradecimiento que tiene por la existencia recibida?
Eugenia — No se la puede definir mejor.
Dolmancé — ¡Y bien! Si está demostrado que el hombre no debe su existencia sino a los planes omnipotentes de la naturaleza; si está probado que, tan antiguo sobre el planeta como el planeta mismo, el hombre —como el cedro, como el león, como los minerales que hay en las entrañas de la tierra— no es nada más que un producto exigido por la existencia del globo; si está demostrado que ese Dios, que los tontos tienen por autor de todo lo que vemos, no es sino el nec plus ultra de la razón humana, el fantasma creado en el instante en que la razón no ve ya nada para ayudarla en sus operaciones; si está probado que la existencia de ese Dios es imposible, y que la naturaleza, siempre en acción, en movimiento, posee por sí misma lo que a los tontos gusta gratuitamente otorgarle a El; si es verdad, en el supuesto que Dios, ese ser inerte, existiese, que él sería el más ridículo de todos los seres, puesto que habría servido un solo día y desde millones de siglos se hallaría en una despreciable inacción; y suponiendo que exista como las religiones lo pintan, sería el más detestable de los seres, porque permitiría el mal sobre la tierra cuando su omnipotencia podría impedirlo; si, como digo, todo esto se ha probado, ¿cree usted entonces, Eugenia, que la piedad que ligaría al hombre con ese Creador imbécil, insuficiente, feroz y despreciable, puede ser una virtud necesaria?
Eugenia, (a Madame de Saint-Ange) — ¡Cómo! ¿Realmente, adorable amiga, la existencia de Dios es una quimera?
Madame de Saint-Ange — Y de las más despreciables, sin duda.
Dolmancé — Sólo un insensato puede creer en él. Fruto del temor de unos y de la debilidad de otros, Eugenia, ese abominable fantasma es inútil al sistema de la tierra. Infaliblemente estorbaría, porque su voluntad, justa por definición, jamás podría aliarse con las injusticias esenciales a las leyes de la naturaleza; él debería desear constantemente el bien, en tanto que la naturaleza lo desea sólo en compensación del mal que sirve a sus leyes: él debería actuar siempre, y la naturaleza, cuya acción perpetua es una ley; no podría encontrarse sino en perpetua competencia y oposición con él. Pero, se dirá, Dios y la naturaleza son la misma cosa. ¿No es esto absurdo? La cosa creada no puede ser igual al ser creador: ¡no es posible que el reloj sea el relojero! Y bien, se añadirá, la naturaleza no es nada. Dios es todo. ¡Otra barbaridad! Hay necesariamente dos cosas en el Universo: el agente creador y el individuo creado. Ahora bien ¿cuál es ese agente creador? He aquí la dificultad que hay que resolver, la única pregunta que es preciso contestar.
Si la materia actúa y se mueve por medio de combinaciones desconocidas, si el movimiento es inherente a la materia, si ésta puede a causa de su energía crear, producir, conservar, mantener, compensar en las extensiones inmensas del espacio todas las esferas cuya vista nos sorprende y cuya marcha uniforme, invariable, nos llena de admiración, ¿qué necesidad tenemos de buscar un agente extraño, puesto que esta facultad activa se encuentra esencialmente en la naturaleza misma, no es otra cosa que la materia en acción? ¿Esa quimera deificante aclarará algo acaso? Desafío a que me lo puedan probar. Suponiendo que me equivoque respecto a las propiedades íntimas de la materia, no tengo al menos más que una sola dificultad. ¿Qué hacen ustedes ofreciéndome su Dios? Me dan una más. ¿Y cómo pueden pretender que yo admita como causa de lo que no comprendo algo que comprendo aún menos? ¿Será mediante los dogmas de la religión cristiana —que examinaré— que me representaré a ese terrorífico Dios? Veamos un poco como ella me lo pinta...
¿Qué veo en el Dios de este culto infame sino a un ser inconsecuente y bárbaro, que hoy crea un mundo del que se arrepiente mañana? ¡Veo sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le traza! Esta criatura, aunque emanada de él, lo domina; ¡puede ofenderle y merecer por eso suplicios eternos! ¡Qué ser más débil que este Dios! ¡Cómo! ¿ha podido crear todo lo que vemos y le es imposible formar un hombre a su imagen? Pero, me dirán ustedes, si lo hubiera creado así, el hombre carecería de mérito. ¡Qué vulgaridad! ¿Qué necesidad hay de que el hombre sea meritorio ante su Dios? Haciéndolo completamente bueno, jamás hubiera podido hacer el mal, y sólo así la obra sería digna de un Dios. Dejar al hombre una opción es tentarlo. Ahora bien, Dios, por su presencia infinita, sabía bien lo que resultaría; entonces, es sólo por placer que pierde la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué Dios horrible es un Dios así! ¡Qué monstruo, qué canalla digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza! No obstante, poco satisfecho de una tarea tan sublime, ahoga al hombre para convertirlo: lo quema, lo maldice.
Nada de eso lo cambia. Un ser más poderoso aún que ese infame Dios, el Diablo, que siempre conserva su dominio, que siempre puede desafiar a su autor, logra con sus seducciones corromper incesantemente la tropa que se había reservado al Eterno. Nada puede vencer la energía de ese demonio, su poder sobre nosotros. ¿Qué imagina entonces, según ustedes, el horrible Dios que predican? No tiene más que un hijo, un único hijo, obtenido no sé en qué comercio —pues como el hombre coge, ha querido que su Dios también lo haga—; luego desprende del cielo esa respetable porción de sí mismo. Uno imagina que esta sublime criatura va a aparecer quizá sobre rayos celestes, en medio de un cortejo de ángeles, a la vista del universo entero... nada de eso: ¡es en el seno de una puta judía, en medio de un chiquero, que se anuncia el Dios que viene a salvar a la Tierra! ¡He ahí la digna estirpe que se le presta! ¿Pero quizá su honorable misión nos compensará? Sigamos al personaje: ¿qué dice?, ¿qué hace? ¿qué sublime misión recibimos de él? ¿qué dogma va a prescribirnos? ¿en qué actos va a estallar al fin su grandeza?
Veo primero una infancia ignorada, algunos servicios, muy libertinos sin duda, prestados por este granuja a los sacerdotes del templo de Jerusalén; luego una desaparición de quince años durante la que el tunante va a envenenarse con todos los ensueños de la escuela egipcia, que luego trae a Judea. Apenas reaparece, su demencia comienza por hacerle decir que es hijo de Dios, igual a su padre; asocia a esta alianza un tercer fantasma, el Espíritu Santo, y estas tres personas, asegura... ¡no deben ser sino una! Mientras más asombra a la razón este ridículo misterio, más asegura el bellaco que es meritorio adoptarlo... y peligroso aniquilarlo. Es para salvarnos, afirma el imbécil, que se ha encarnado, aunque es Dios, en el seno de un hijo de los hombres; ¡y los milagros asombrosos que obrará pronto convencerán al universo! En efecto, durante una cena de borrachos, según se dice, el pérfido convierte el agua en vino; en un desierto alimenta a algunos perversos con provisiones escondidas previamente por sus secuaces; uno de sus compañeros se hace el muerto y nuestro impostor lo resucita; sube a una montaña y allí, frente a dos o tres amigos, hace un truco que avergonzaría al peor prestidigitador de nuestros días.

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