24 de marzo de 2008

NI OLVIDO NI PERDÓN; JUSTICIA.

Hoy se cumplen 32 años de la peor dictadura de nuestra historia,a pesar del consenso de nuestra sociedad en repudiarla aun hoy la derecha argentina busca como justificar aquéllos asesinatos,torturas,violaciones de todo tipo y vaciamiento cultural,economico y politico.¿Pero que dicen los personajes de dicho sector ideológico?.Básicamente estos argumentos usan:
A) Acá hubo una guerra,de un lado la guerrilla organizada y del otro el estado nacional.Como toda guerra hay sacrificios,muertes y demas pero era necesario terminar con la suversión.Quizás hayan exagerado con los métodos.
B) La guerrilla era terrorista,mataban civiles,ponian bombas en las plazas,estaban al servicio de intereses extranjeros;el marxismo internacional.
C) Es una farsa lo de los desaparecidos,deben estar viajando por Europa.
D) Si el estado argentino no hacia algo pronto el poder de la guerrilla iba a llevar al pais a la ruina.
E) Videla,Massera o Agosti no sabian de la represión ilegal.Eran hechos realizados por las capas inferiores jerarquicamente de las fuerzas armadas.
F) Tanto Perón como Isabel no sabian nada de lo que le esperaba al país en materia de represión ilegal.
Ahora voy a ir contraargumentando cada uno de los puntos antes desarrollados:
1) El derecho internacional tiene normas que regulan las guerras civiles e interestatales.Pero la dictadura no declaró la guerra formalmente,¿por qué? porque hubiese tenido que cumplir con aquellas normas internacionales que ,entre otras tantas,establece la prohibición de ;torturas,uso ilegal de la fuerza, suspención de garantías constitucionales,violaciones a los derechos humanos....entonces si el estado no declaró la guerra..AQUI NO HUBO GUERRA.Los métodos que usaron están considerados delitos de lesa humanidad.Atentan contra toda la humanidad.
2) La izquierda estaba armada,usaba la violencia como forma de liberación,esto no es una novedad.En la decada del '60 o '70, era la forma de lucha.Pero esa violencia era hacia el poder,no hacia el pueblo por el que peleaban.¿Acaso la dictadura no respondia a intereses extranjeros,llamesen EE.UU, F.M.I, o grupos multinacionales foráneos?....
3) Como la represión era ilegal,no podian admitirse legitimamente a los asesinados,por eso se inventa la figura del "desaparecido",legalmente vivo pero fisicamente no...el estudio de la CONADEP demuestra sin fisuras que los desaparecidos son mas de 30.000 y son tan reales como el holocausto. Esto a pesar que se instaura la pena de muerte en nustro código penal,sin embargo no hay un solo condenado a la pena capital...claro que para ello deberia antes pasar por un juicio justo e imparcial cosa que no habia por aquélla época.
4) Està comprobado que para el '76 la guerrilla estaba muy diezmada,no tenia poder,estaba languideciendo...¿era necesario tanto enfásis de las fuerzas armadas? es que en realidad la guerrilla fue una excusa para tomar el poder,le verdadera razón era implementar un sistema economico liberal que respondia a intereses de grupos concentrados de poder.
5) Es como cuando dicen:"Hitler no sabia nada de la matanza judia....". La politica de represión ilegal estaba diagramada desde los mas altos mandos,no cabe duda,era estructural.Los militares tienen una gran vocación por le obediencia...se imaginan a los de rangos inferiores haciendo semejante genocidio a espaldas de los Videla,Massera...En el juicio a las juntas es conocido el testimonio de Videla dando la definición de desaparecido.
6) Perón vino de España con un grupito de fachos entre ellos López Rega...creador de la triple A. Pensar en le ignorancia de Perón en lo que se estaba gestanto es subestimar a uno de los estrategas politicos mas influyentes de nuestar historia...mientras que Isabel de Perón es la que firma el decreto donde las fuerzas armadas se comprometen a "liquidar" a la suversión.No hay dudas de su complicidad.

Por honor a la justicia todos los responsables materiales estan siendo juzgados en estos dias,pero los cómplices ideológicos siguen dando vueltas por las calles: periodistas,artistas,deportistas,famosos....prestaron su perfecta omisión en aquellos dias para que la dictadura gozara de la impunidad del repudio. Un escritor con mucho huevo los denunció en pleno proceso; Rodolfo Walsh.

22 de marzo de 2008

Seguimos con el dialogo 3

a dos o tres amigos, hace un truco que avergonzaría al peor prestidigitador de nuestros días.
Maldiciendo con entusiasmo a todos los que no crean en él, el sinvergüenza promete los cielos a cuanto estúpido lo escuche. No escribe nada, dada su ignorancia; habla poco, dada su imbecilidad; hace aún menos, dada su debilidad. Cansando al fin a los magistrados con sus discursos sediciosos, aunque escasos, el charlatán se hace crucificar después de haber asegurado a los miserables que lo siguen que, cada vez que lo invoquen, descenderá hacia ellos para hacerse comer. Lo llevan al suplicio y se deja hacer; su papá, el Dios sublime, no le presta el menor auxilio y he ahí al bribón tratado como el último facineroso, de los que estaba tan orgulloso de ser el jefe.
Sus satélites se reúnen: "Estamos perdidos, dicen, si no nos salvamos por algún prodigio. Emborrachemos a la guardia que rodea a Jesús; robemos su cuerpo, pregonemos que ha resucitado: el recurso es seguro; si conseguimos hacer creer esta trapacería nuestra nueva religión se establece, se propaga, seduce al mundo entero... ¡Trabajemos!" Intentan el golpe y resulta. ¡Truhanes, la audacia ha remplazado al mérito! El cuerpo es sustraído, los tontos, las mujeres y los niños gritan, tanto como pueden: "¡Milagro!". Sin embargo, en esa ciudad donde tantas maravillas acaban de operarse, en esa ciudad teñida por la sangre de Dios, nadie quiere creer en Él: ninguna conversión se realiza. Hay más: el hecho es tan poco digno de ser transmitido que ningún historiador habla de él. Sólo los discípulos del impostor piensan sacar partido del fraude, pero no en el momento.
Esta consideración es esencial. Dejan correr varios años antes de hacer uso de su insigne bellaquería; finalmente construyen sobre ella el inestable edificio de su repugnante doctrina. ¡Todo cambio gusta a los hombres! Cansados del despotismo de los emperadores, una revolución era necesaria. Se escucha a los estafadores y su progreso es rápido: esta es la historia de todos los errores. Pronto los altares de Venus y Marte son remplazados por los de Jesús y María; se publica la vida del impostor; esa chata novela encuentra sus crédulos; se le hace decir mil cosas en las que nunca pensó; algunas de sus frases absurdas pronto se tornan en la base de su moral y, como esta novedad se predicaba a los pobres, la caridad llega a ser la primera virtud. Se instituyen ritos extraños con el nombre de sacramentos, de los cuales el más indigno y abominable es el que hace que un cura, pesé a estar cubierto de crímenes, tenga el placer de meter a Dios en un pedazo de pan mediante algunas palabras mágicas. No abriguemos la menor duda: este culto indigno hubiera sido destruido sin remedio, desde, su nacimiento mismo, si hubiésemos empleado contra él las armas del desprecio que merecía; pero en cambio se lo persiguió, y creció: era inevitable.
Probemos aún hoy cubrirlo de ridículo y caerá. El hábil Voltaire no empleaba jamás otras armas, y es de todos los escritores el que se puede jactar de haber hecho más prosélitos. En pocas palabras, Eugenia, tal es la historia de Dios y de la religión; vea usted la fe que merecen esas fábulas y tome su determinación.
Eugenia –– Mi opción no es difícil. Desprecio esas ilusiones repugnantes; y Dios mismo, al que aún me apegaba por debilidad e ignorancia, no es ya para mí sino objeto de horror.
Madame de Saint-Ange — Júrame que no pensarás más en él, que no lo invocarás en ningún instante de tu vida.
Eugenia, (precipitándose sobre el pecho de Madame de Saint-Ange) — ¡Ah! ¡Lo juro en tus brazos! ¿Acaso no me es fácil ver que lo que exiges es para mi bien, y que no quieres que semejantes reminiscencias puedan perturbar mi tranquilidad?
Madame de Saint-Ange — ¿Podría tener otro motivo?
Eugenia — Pero, Dolmancé, creo que es el análisis de las virtudes el que nos llevó al examen de las religiones. Volvamos a ello. No existirán en esta religión, aunque ridícula, algunas virtudes cuyo culto pueda contribuir a nuestra dicha?
Dolmancé — Examinémoslo. ¿Será la castidad, esa virtud que sus ojos destruyen, aunque en conjunto sea su imagen? ¿Reverencia usted la obligación de combatir todos los impulsos de la naturaleza? ¿los sacrificará usted a todos al vano y ridículo honor de no tener jamás una debilidad? Sea justa y responda, bella amiga: ¿cree usted encontrar en esa absurda y peligrosa pureza del alma todos los placeres del vicio que se le opone?
Eugenia — No, le doy mi palabra que no siento la menor inclinación a ser casta y sí, por el contrario, la más grande disposición al vicio; pero, Dolmancé, ¿la caridad, la beneficencia, no podrían hacer la dicha de algunas almas sensibles?
Dolmancé — ¡Lejos de nosotros, Eugenia, las virtudes que sólo crean ingratos! Pero no se engañe, mi encantadora amiga: la beneficencia es un vicio del orgullo antes que una verdadera virtud del alma; es por ostentación que se alivia a los semejantes, nunca con la sola intención de hacer un buen acto; ¡vaya si enojaría que la limosna qué se acaba de hacer no reciba, toda la publicidad posible! No se imagine tampoco, Eugenia, que esta acción tenga tan buenos efectos: yo la considero como la más grande engañifa: acostumbra al pobre a socorros que deterioran su energía; ya no trabaja más cuando se atiene a nuestra caridades; apenas le faltan se vuelve un ladrón o un asesino. Escucho por todas partes reclamar los medios para que se suprima la mendicidad, y entre tanto se hace todo lo posible por multiplicarla. ¿No quiere usted tener moscas en su cuarto? Pues no ponga azúcar para atraerlas. ¿No quiere tener pobres en Francia? Pues no dé limosna y suprima sobre todo las casas de caridad. Viéndose privado de esos peligrosos recursos, el individuo nacido en el infortunio empleará todo su coraje, todos los medios recibidos de la naturaleza, para salir del estado en que nació; no molestará más. Destruyan, derríbense sin ninguna piedad esas detestables casas donde se tiene el descaro de ocultar los frutos del libertinaje del pobre, cloacas espantosas que vomitan cada día en la sociedad un repugnante enjambre de nuevas criaturas que sólo tienen esperanza en vuestra bolsa. ¿Para qué sirve, me pregunto, que se conserve a tales individuos con tanto cuidado? ¿Tememos la despoblación de Francia? ¡Ah, nunca nos preocupemos por eso!
Uno de los primeros vicios de este gobierno consiste en una población demasiado numerosa, y lejos está ese exceso de ser riqueza para el Estado. Esos seres supernumerarios son como ramas parásitas que, no viviendo sino a expensas del tronco, terminan siempre por extenuarlo. Recuerde: cualquiera sea el gobierno, cuando la población es superior a los medios de existencia, siempre ese gobierno languidecerá. Examine usted Francia y verá que es eso lo que ofrece. ¿Qué resulta de ello? Diariamente lo vemos. Los chinos, más sabios que nosotros, se cuidan bien de dejarse dominar por una población demasiado abundante. Ningún asilo para los frutos vergonzosos de sus licencias: se abandonan esos espantosos engendros como a las consecuencias de una digestión. Nada de casas para pobres: no se conocen en China. Allá todo el mundo trabaja, allá todo el mundo es feliz; nada altera la energía del pobre y cada cual puede decir, como Nerón, ¿Quid est pauper?
Eugenia, (a Madame de Saint-Ange) — Querida amiga, mi padre piensa absolutamente como el señor: en su vida hizo una buena obra. No cesa de gruñir a mi madre por las sumas que gasta en tales prácticas. Ella era de la Sociedad Maternal, de la Sociedad Filantrópica... yo no sé de qué asociación no era; mi padre la obligó a abandonar todo eso asegurándole que la reduciría a la más módica pensión si se le daba por recaer en semejantes idioteces.
Madame de Saint-Ange — No hay nada tan ridículo, y al mismo tiempo tan peligroso, que esas asociaciones: a ellas, a las escuelas gratuitas y a las casas de caridad debemos el derrumbe horrible en que nos hallamos ahora. Te lo suplico, querida, no des nunca una limosna.
Eugenia — No temas; hace tiempo que lo mismo exigió mi padre, y la beneficencia me tienta demasiado poco como para infringir, en ese campo, sus órdenes... los impulsos de mi corazón y tus deseos.
Dolmancé — No dividamos esta porción de sensibilidad que hemos recibido de la naturaleza, extenderla es aniquilarla. ¡Qué me hacen a mí los males de los demás! ¿No tengo acaso bastante con los míos, para afligirme por los ajenos? ¡Que el hogar de esta sensibilidad nunca alumbre sino nuestros placeres! Seamos sensibles a todo lo que los nutre, inflexibles ante el resto. De este estado de alma resulta una especie de crueldad que no está exenta de delicias. No siempre se puede hacer el mal, pero privados del placer que nos da, al menos compensémoslo con la pequeña maldad picante de no hacer jamás el bien.
Eugenia — ¡Ah, Dios! ¡cómo me inflaman sus lecciones! ¡Creo que tendrían que matarme antes de realizar una buena acción!
madame de SAINT-ANGE — Y si se presentase la ocasión de hacer una maldad ¿serías capaz de cometerla?
Eugenia — Calla, seductora; no te responderé sino cuando hayas terminado de instruirme. Según lo que usted dice, Dolmancé, me parece que nada es tan indiferente en la tierra como cometer el bien o el mal, ¿sólo nuestro temperamento, nuestros gustos, deben ser respetados?
Dolmancé — No lo dude, Eugenia, palabras como vicio o virtud no nos dan sino ideas puramente locales. No hay acción, por singular que la suponga, verdaderamente criminal; ninguna realmente virtuosa. Todo depende de nuestras costumbres y del clima que habitamos: lo que aquí es crimen a menudo es virtud unas leguas más allá; no hay horror que no haya sido divinizado ni virtud que no haya sido ofendida. De estas diferencias puramente geográficas nace el poco caso que debemos hacer a la estima o el desprecio de los hombres, sentimientos ridículos y frívolos, de los que debemos colocarnos por encima incluso hasta el punto de preferir sin temores el desprecio, si es que las acciones que nos lo atraen tienen alguna voluptuosidad para nosotros.

21 de marzo de 2008

CONTINUACION-------------

Eugenia — ¡Me encanta ser la causa! Pero se te ha escapado una palabra, querida amiga, que no entiendo. ¿Qué significa esa expresión de puta? Perdón, pero ¿sabes? estoy aquí para instruirme.
Madame de Saint-Ange — Se llama de este modo, hermosa mía, a las víctimas públicas de los excesos de los hombres, siempre dispuestas a entregarse por su temperamento o por su interés; felices y respetables criaturas a quienes la opinión castiga pero la voluptuosidad corona y que, mucho más necesarias para la sociedad que las virtuosas, tienen el coraje de sacrificar, para servirla, la consideración que la misma sociedad osa quitarles injustamente. ¡Vivan aquéllas a las que el título de puta honra! ¡He aquí a las mujeres verdaderamente amables, las únicas verdaderamente filósofas! En cuanto a mí, querida, que hace doce años trabajo para merecer el título de puta, lejos de asustarme, me divierte. Es más: me encanta que me llamen así cuando me poseen; tal injuria me calienta la cabeza.
Eugenia — ¡Oh, lo concibo! No me enojaría si me la dirigiesen y menos aún me molestaría merecerla; pero... ¿la virtud no se opone a tal inconducta? ¿no la ofendemos comportándonos como lo hacemos?
Dolmancé — ¡Ah! ¡Renuncia a las virtudes, Eugenia! ¿Hay un solo sacrificio que pueda hacerse a esas falsas divinidades y que valga un minuto de los placeres que se gozan ultrajándolas? La virtud no es sino una quimera y su culto consiste sólo en inmolaciones perpetuas, en innumerables revueltas contra las inspiraciones del temperamento. ¿Semejantes gestos pueden ser naturales? ¿Aconseja la naturaleza lo que la ultraja? Que, no la engañen, Eugenia, las mujeres llamadas virtuosas. No son, si usted quiere, las mismas pasiones nuestras a las que ellas sirven, pero son otras pasiones y a menudo mucho más despreciables... La ambición, el orgullo, sus intereses particulares, incluso la simple frialdad de un temperamento que no les suscita nada, ésas son sus razones. ¿Debemos algo a tales seres, me pregunto? ¿No han seguido ellos los únicos impulsos del amor a sí mismos? ¿Es acaso mejor, más sabio, más a propósito sacrificarse al egoísmo que a las pasiones? Para mí, lo uno bien vale lo otro; y quien no escucha sino a las últimas tiene más razón, puesto que la pasión es el único órgano de la naturaleza, en tanto que el otro lo es de la imbecilidad y del prejuicio. Una sola gota de leche eyaculada por este miembro, Eugenia, me es más preciosa que los actos más sublimes de una virtud que desprecio.
Eugenia (Se ha restablecido un poco la calma durante estas disertaciones; las mujeres, vestidas otra vez, recostadas en el canapé, y Dolmancé cerca de ellas, en un gran sillón) — Pero hay más de una clase de virtudes: ¿qué piensa usted, por ejemplo, de la piedad?
Dolmancé — ¿Qué puede ser esta virtud para quien no cree en la religión? y, ¿quién puede creer en la religión? Razonemos con orden, Eugenia: ¿no llama usted religión al pacto que liga al hombre con su creador, y que lo compromete a testimoniarle, por medio de un culto, el agradecimiento que tiene por la existencia recibida?
Eugenia — No se la puede definir mejor.
Dolmancé — ¡Y bien! Si está demostrado que el hombre no debe su existencia sino a los planes omnipotentes de la naturaleza; si está probado que, tan antiguo sobre el planeta como el planeta mismo, el hombre —como el cedro, como el león, como los minerales que hay en las entrañas de la tierra— no es nada más que un producto exigido por la existencia del globo; si está demostrado que ese Dios, que los tontos tienen por autor de todo lo que vemos, no es sino el nec plus ultra de la razón humana, el fantasma creado en el instante en que la razón no ve ya nada para ayudarla en sus operaciones; si está probado que la existencia de ese Dios es imposible, y que la naturaleza, siempre en acción, en movimiento, posee por sí misma lo que a los tontos gusta gratuitamente otorgarle a El; si es verdad, en el supuesto que Dios, ese ser inerte, existiese, que él sería el más ridículo de todos los seres, puesto que habría servido un solo día y desde millones de siglos se hallaría en una despreciable inacción; y suponiendo que exista como las religiones lo pintan, sería el más detestable de los seres, porque permitiría el mal sobre la tierra cuando su omnipotencia podría impedirlo; si, como digo, todo esto se ha probado, ¿cree usted entonces, Eugenia, que la piedad que ligaría al hombre con ese Creador imbécil, insuficiente, feroz y despreciable, puede ser una virtud necesaria?
Eugenia, (a Madame de Saint-Ange) — ¡Cómo! ¿Realmente, adorable amiga, la existencia de Dios es una quimera?
Madame de Saint-Ange — Y de las más despreciables, sin duda.
Dolmancé — Sólo un insensato puede creer en él. Fruto del temor de unos y de la debilidad de otros, Eugenia, ese abominable fantasma es inútil al sistema de la tierra. Infaliblemente estorbaría, porque su voluntad, justa por definición, jamás podría aliarse con las injusticias esenciales a las leyes de la naturaleza; él debería desear constantemente el bien, en tanto que la naturaleza lo desea sólo en compensación del mal que sirve a sus leyes: él debería actuar siempre, y la naturaleza, cuya acción perpetua es una ley; no podría encontrarse sino en perpetua competencia y oposición con él. Pero, se dirá, Dios y la naturaleza son la misma cosa. ¿No es esto absurdo? La cosa creada no puede ser igual al ser creador: ¡no es posible que el reloj sea el relojero! Y bien, se añadirá, la naturaleza no es nada. Dios es todo. ¡Otra barbaridad! Hay necesariamente dos cosas en el Universo: el agente creador y el individuo creado. Ahora bien ¿cuál es ese agente creador? He aquí la dificultad que hay que resolver, la única pregunta que es preciso contestar.
Si la materia actúa y se mueve por medio de combinaciones desconocidas, si el movimiento es inherente a la materia, si ésta puede a causa de su energía crear, producir, conservar, mantener, compensar en las extensiones inmensas del espacio todas las esferas cuya vista nos sorprende y cuya marcha uniforme, invariable, nos llena de admiración, ¿qué necesidad tenemos de buscar un agente extraño, puesto que esta facultad activa se encuentra esencialmente en la naturaleza misma, no es otra cosa que la materia en acción? ¿Esa quimera deificante aclarará algo acaso? Desafío a que me lo puedan probar. Suponiendo que me equivoque respecto a las propiedades íntimas de la materia, no tengo al menos más que una sola dificultad. ¿Qué hacen ustedes ofreciéndome su Dios? Me dan una más. ¿Y cómo pueden pretender que yo admita como causa de lo que no comprendo algo que comprendo aún menos? ¿Será mediante los dogmas de la religión cristiana —que examinaré— que me representaré a ese terrorífico Dios? Veamos un poco como ella me lo pinta...
¿Qué veo en el Dios de este culto infame sino a un ser inconsecuente y bárbaro, que hoy crea un mundo del que se arrepiente mañana? ¡Veo sólo un ser débil que nunca puede hacer tomar al hombre el camino que le traza! Esta criatura, aunque emanada de él, lo domina; ¡puede ofenderle y merecer por eso suplicios eternos! ¡Qué ser más débil que este Dios! ¡Cómo! ¿ha podido crear todo lo que vemos y le es imposible formar un hombre a su imagen? Pero, me dirán ustedes, si lo hubiera creado así, el hombre carecería de mérito. ¡Qué vulgaridad! ¿Qué necesidad hay de que el hombre sea meritorio ante su Dios? Haciéndolo completamente bueno, jamás hubiera podido hacer el mal, y sólo así la obra sería digna de un Dios. Dejar al hombre una opción es tentarlo. Ahora bien, Dios, por su presencia infinita, sabía bien lo que resultaría; entonces, es sólo por placer que pierde la criatura que él mismo ha formado. ¡Qué Dios horrible es un Dios así! ¡Qué monstruo, qué canalla digno de nuestro odio y de nuestra implacable venganza! No obstante, poco satisfecho de una tarea tan sublime, ahoga al hombre para convertirlo: lo quema, lo maldice.
Nada de eso lo cambia. Un ser más poderoso aún que ese infame Dios, el Diablo, que siempre conserva su dominio, que siempre puede desafiar a su autor, logra con sus seducciones corromper incesantemente la tropa que se había reservado al Eterno. Nada puede vencer la energía de ese demonio, su poder sobre nosotros. ¿Qué imagina entonces, según ustedes, el horrible Dios que predican? No tiene más que un hijo, un único hijo, obtenido no sé en qué comercio —pues como el hombre coge, ha querido que su Dios también lo haga—; luego desprende del cielo esa respetable porción de sí mismo. Uno imagina que esta sublime criatura va a aparecer quizá sobre rayos celestes, en medio de un cortejo de ángeles, a la vista del universo entero... nada de eso: ¡es en el seno de una puta judía, en medio de un chiquero, que se anuncia el Dios que viene a salvar a la Tierra! ¡He ahí la digna estirpe que se le presta! ¿Pero quizá su honorable misión nos compensará? Sigamos al personaje: ¿qué dice?, ¿qué hace? ¿qué sublime misión recibimos de él? ¿qué dogma va a prescribirnos? ¿en qué actos va a estallar al fin su grandeza?
Veo primero una infancia ignorada, algunos servicios, muy libertinos sin duda, prestados por este granuja a los sacerdotes del templo de Jerusalén; luego una desaparición de quince años durante la que el tunante va a envenenarse con todos los ensueños de la escuela egipcia, que luego trae a Judea. Apenas reaparece, su demencia comienza por hacerle decir que es hijo de Dios, igual a su padre; asocia a esta alianza un tercer fantasma, el Espíritu Santo, y estas tres personas, asegura... ¡no deben ser sino una! Mientras más asombra a la razón este ridículo misterio, más asegura el bellaco que es meritorio adoptarlo... y peligroso aniquilarlo. Es para salvarnos, afirma el imbécil, que se ha encarnado, aunque es Dios, en el seno de un hijo de los hombres; ¡y los milagros asombrosos que obrará pronto convencerán al universo! En efecto, durante una cena de borrachos, según se dice, el pérfido convierte el agua en vino; en un desierto alimenta a algunos perversos con provisiones escondidas previamente por sus secuaces; uno de sus compañeros se hace el muerto y nuestro impostor lo resucita; sube a una montaña y allí, frente a dos o tres amigos, hace un truco que avergonzaría al peor prestidigitador de nuestros días.

19 de marzo de 2008

CONTINUACION-------------

madame de SAINT-ANGE — ¡Basta, libertino!... Olvida que siendo mía, Eugenia es el precio de las lecciones que espera de usted; sólo después de haberlas recibido será su recompensa. Suspenda ese ardor o me enojo.
Dolmancé — Ah, picara, esos son celos... Bien, muéstreme el suyo y voy a colmarlo con mis homenajes. (Levanta el velo de Madame de Saint-Ange y le acaricia el trasero) ¡Qué bello es, ángel mío, y qué delicioso! Déjenme que los compare... que los admire uno junto a otro: ¡Ganymedes y Venus! (Los cubre de besos a los dos) Para dejar bajo mis ojos el encantador espectáculo de tantas bellezas, ¿podrían, juntándose bien una con la otra, ofrecerme esos dos encantadores culos que idolatro?
Madame de Saint-Ange — ¡Perfecto! ¿Así os satisface?... (Se enlazan las dos mujeres de tal modo que sus traseros quedan frente a Dolmancé).
Dolmancé — Nada mejor: eso es lo que quería; muevan ahora esos bellos culos con todo el fuego de la lubricidad; que bajen y suban cadenciosamente, que sigan los impulsos con los que va a moverlos el placer... Así, así, ¡es delicioso!...
Eugenia — Ah, querida, cuánto placer me produces... ¿Como se llama esto que estamos haciendo?
Madame de Saint-Ange – Masturbarse, querida... producirse placer. Pero cambiemos ahora de postura; examina mi concha... así se llama el templo de Venus. Mira bien este antro que cubre mi mano: voy a entreabrirlo. Esta elevación que lo corona se llama monte: desde los catorce o quince años se cubre de pelos, aproximadamente cuando una niña comienza a tener reglas. Esta lengüeta que está encima se llama clítoris. En él yace toda la sensibilidad de las mujeres. Es el hogar de la mía. No se me puede tocar sin hacer que palidezca de placer… Hazlo tú…. Ah, bribona, ¡cómo lo haces!… ¡Se diría que no has hecho otra cosa durante toda tu vida!… ¡Para!... ¡Para!... No, qué digo, no puedo librarme.. Deténgame, Dolmancé... bajo los encantadores dedos de esta chiquilla voy a perder la cabeza...
Dolmancé – Está bien; para templar sus ideas variándolas, mastúrbela usted ahora. Conténgase y que ella misma se entregue ... ¡Así!, en esta posición su hermoso culo va a encontrarse entre mis manos; voy a mancillarlo suavemente con un dedo... Entréguese, Eugenia, abandone todos sus sentidos al placer, que él sea el único dios de su existencia. Sólo a él debe sacrificar una joven, y a sus ojos nada debe ser mas sagrado que el placer.
Eugenia — Ah, por lo menos nada es tan delicioso, lo siento... Estoy fuera de mí... ya no sé lo que digo ni lo que hago. ¡Qué ebriedad se apodera de mis sentidos!
Dolmancé — ¡Cómo acaba la pequeña picara!... Su ano se cierra como para cortarme los dedos... ¡Qué hermoso sería cogerla en este instante! (Se levanta y pone su verga en el agujero del culo de la joven).
Madame de Saint-Ange — Aún debe tener paciencia. ¡Que sólo la educación de esta querida muchacha nos ocupe!... ¡Es tan dulce formarla!
Dolmancé; — Bien, ya lo ve usted, Eugenia. Después de una polución más o menos prolongada las glándulas seminales se hinchan y terminan por expulsar un licor que al correr sumerge a la mujer en el más delicioso transporte. A esto se le llama acabar. Cuando su amiga lo quiera le haré ver de qué manera, más enérgica e imperiosa, esta misma operación se realiza en los hombres.
Madame de Saint-Ange — Espera, Eugenia, ahora voy a enseñarte una nueva manera de sumir a una mujer en la más extrema voluptuosidad. Separa bien tus nalgas... Dolmancé, vea cómo le ofrece así su culo. Lámalo, mientras mi lengua lame su concha, y hagámosla gozar tres, cuatro veces seguidas, si puede. Tu monte es encantador, querida Eugenia. ¡De qué manera me gusta besar este vello tan suave! Ahora veo bien tu clítoris, está poco desarrollado pero es muy sensible... ¡Cómo tiemblas!... Déjame abrirte ... Ah, verdaderamente eres virgen... Dime el efecto que sientas cuando nuestras lenguas se introduzcan simultáneamente en tus dos aberturas. (Lo hacen).
Eugenia — Ah querida, es delicioso, una sensación imposible de describir. Me seria difícil decir cuál de las dos lenguas me hunde más en el delirio...
Dolmancé — Por el lugar en que me encuentro mi verga está muy cerca de sus manos, señora; dígnese hacerle la paja, le ruego, mientras chupo este culo divino. Húndale más su lengua señora, no se limite a chuparle el clítoris; hágale penetrar su lengua hasta la matriz: es el mejor modo de apresurar la eyaculación de su leche.
Eugenia, (poniéndose rígida) — ¡Ah, no aguanto más, me muero! No me abandonen, amigos, estoy a punto de desvanecerme ... (Ella acaba en medio de sus instructores. )
Madame de Saint-Ange — ¡Y bien! ¿Qué te parece, querida, el placer que te hemos dado?
Eugenia — Estoy muerta, quebrada... estoy anonadada... Pero explíquenme, les ruego, dos palabras que han pronunciado y que no entiendo: ¿qué significa matriz?
Madame de Saint-Ange — Es una especie de vaso, semejante a una botella cuyo cuello abraza el miembro del hombre y recibe la leche producida en la mujer por la supuración de las glándulas, y en el hombre por la eyaculación que pronto te haremos ver; de la mezcla de ambos licores nace el germen que produce los niños y las niñas.
Eugenia — Ah, entiendo. Esta definición me explica al mismo tiempo la palabra leche, que no había entendido bien. ¿Y la unión de las simientes es necesaria para la formación del feto?
Madame de Saint-Ange — Sí, aunque se haya probado, no obstante, que el feto debe su existencia sólo a la leche del hombre. Pero sola, sin mezclarse con la de la mujer, no tendría éxito. La que nosotras largamos sirve para elaborar, pero no crea, ayuda a la creación sin ser la causa. Muchos naturalistas modernos pretenden que es inútil; de allí que los moralistas, guiados por ese descubrimiento, sostengan con mucha veracidad que en este caso el niño formado por la sangre del padre sólo le debe ternura a éste. La aseveración es muy probable y, aunque soy mujer, no la combatiré.
Eugenia — En mi corazón encuentro la prueba de lo que dices, querida, puesto que amo a mi padre hasta la locura y detesto a mi madre.
Dolmancé — Esa predilección no tiene nada de sorprendente; yo sentí lo mismo. No estoy consolado todavía de la muerte de mi padre, y cuando murió mi madre fui una hoguera de alegría... La detestaba cordialmente. Eugenia, adopte sin temor los mismos sentimientos, están en la naturaleza. Formados sólo por la sangre de nuestros padres, a nuestras madres nada debemos; por lo demás, éstas no hicieron sino prestarse al acto, en tanto que el padre lo ha solicitado; él ha querido entonces el nacimiento mientras la madre se limitaba a consentir. ¡Qué diferencia para los sentimientos!
Madame de Saint-Ange — Mil razones más están a tu favor, Eugenia. Si en el mundo hay una madre que deba ser detestada, ésa es la tuya. Agria, supersticiosa, devota, gruñona... y de una mojigatería asqueante: ¡apostaría a que esa tartamuda no ha dado un paso en falso en su vida! ¡Ah, querida, cómo detesto a las mujeres virtuosas! Pero ya volveremos a hablar de ello.
Dolmancé — ¿No sería ahora preciso que Eugenia, dirigida por mí, aprenda a devolver lo que usted acaba de darle, y que la hiciese gozar bajo mis ojos?
Madame de Saint-Ange — Me parece útil; ¿y sin duda que durante la operación también quiere usted ver mi culo Dolmancé?
Dolmancé — ¿Puede usted dudar, señora, del placer con que le ofreceré mis homenajes más dulces?
Madame de Saint-Ange (ofreciéndole las nalgas) — Y bien ¿me encuentra usted así como conviene?
Dolmancé — ¡A las mil maravillas! Puedo incluso prestarle los mismos servicios que tanto gustaron a Eugenia. Ahora colóquese, locuela, con la cabeza entre las piernas de su amiga y ofrézcale, con su bonita lengua, los mismos cuidados que acaba de obtener. ¿Cómo? por la posición puedo poseer ambos culos; deliciosamente el de Eugenia, mientras chupo el de su hermosa amiga... Así... Bien... Miren como estamos unidos.
Madame de Saint-Ange (desfalleciendo) — ¡Me muero, Dios mío!... Dolmancé, ¡cómo me gusta tocar su verga hermosa mientras acabo!... Querría que me inundase de leche!... ¡Hágame gozar!... ¡Chúpeme, me cago en dios!... ¡Ah! ¡cómo me gusta hacer de puta cuando mi esperma eyacula así!... Se terminó, no puedo más... Ustedes dos me abruman... Creo que nunca en mi vida he sentido tanto placer.

15 de marzo de 2008

CONTINUACION-------------

Dolmancé — ¡Ah! ¡qué hermoso cuerpo!... ¡Es Venus misma embellecida por las Gracias!
Eugenia — ¡Oh! querida amiga ¡cuántos atractivos! Déjame recorrerlos a mi gusto (déjame cubrirlos de besos. (Lo hace).
Dolmancé — ¡Excelentes aptitudes! Un poco menos de ardor, hermosa Eugenia; en este momento sólo le pido atención.
Eugenia — Escucho, escucho... Es que ella es tan bella... tan llena, tan fresca... Ah, ¡qué encantadora es mi amiga! ¿No es cierto?
Dolmancé — Es bella, verdad... perfectamente bella; pero estoy convencido que usted no lo es menos... Escúcheme, hermosa pequeña alumna, ¿o piensa que en caso de no ser dócil no usaré los derechos que me da el ser su maestro?
Madame de Saint-Ange — Sí, Dolmancé, se la entrego. Es necesario reprenderla si no es prudente.
Dolmancé — Podría no quedarme en amonestaciones...
Eugenia — ¡Santo cielo! me atemoriza... y en ese caso, señor, ¿qué haría?
Dolmancé, (habla entrecortadamente, besa a Eugenia en la boca). — Castigos... correcciones, y este hermoso culo podrá muy bien pagar por las faltas de la cabeza. (Lo acaricia a través de los velos que aún cubren a Eugenia).
Madame de Saint-Ange — Apruebo el proyecto, pero no la continuación... Comencemos nuestra lección o el poco tiempo que tenemos para gozar de Eugenia se gastará en preparativos y la instrucción no podrá concluir,
Dolmancé (Toca a Madame de Saint-Ange en las partes a las que se va refiriendo) — Comienzo. No abundaré sobre estos globos de carne: sabe usted, tan bien como yo, Eugenia, que se tos llama indiferentemente pechos, senos, tetas; su uso es muy importante en el placer; un amante los tiene bajo sus ojos al gozar; los acaricia, los aprieta; algunos hacen de ellos el lugar del goce, colocan su miembro entre los dos montes de Venus, la mujer lo comprime apretándolos, y luego de algunos movimientos ciertos hombres llegan a volcar allí ese bálsamo delicioso de la vida cuyo derramarse hace la felicidad de los libertinos... ¿No será el momento, señora, de disertar ante nuestra alumna sobre este miembro al que tendremos que referirnos permanentemente?
Madame de Saint-Ange — Pienso que sí.
Dolmancé --Entonces me extenderé sobre ese canapé, usted se colocará cerca mío, se apoderará del objeto y enseñará sus propiedades a nuestra joven alumna. (Dolmancé se coloca y Madame de Saint-Ange demuestra).
Madame de Saint-Ange - Este qué ves, Eugenia, este cetro de Venus, es el principal agente de los placeres del amor; se lo llama miembro, por excelencia. No hay parte del cuerpo humano en la que no pueda introducirse. Siempre dócil a las pasiones de quien lo mueve, tanto se mete aquí (toca la concha de Eugenia) ... es su camino ordinario... el más usado, pero no el más agradable; buscando un templo más misterioso la mayor parte de las veces es aquí (separa sus nalgas y le muestra el agujero de su culo) donde el libertino trata de gozar: ya volveremos sobre este goce, el más delicioso de todos. La boca, los senos, las axilas, le ofrecen también altares donde quemar su incienso; cualquiera sea el lugar preferido, tras agitarse unos instantes se lo ve arrojar un licor blanco y viscoso que al surgir hunde al hombre en un delirio tan vivo como para procurarle los placeres más dulces que pueda esperar.
Eugenia — ¡Cómo me gustaría ver correr ese licor!
Madame de Saint-Ange — Eso podría lograrse por la simple vibración de mi mano. Mira cómo se irrita a medida que lo sacudo. Estos movimientos se llaman polución y la acción, en términos libertinos, hacer la paja.
Eugenia — Querida amiga, ¡déjame hacérsela a ese hermoso miembro!
Dolmancé — Yo no me opongo. Déjela, señora: esa ingenuidad me excita horriblemente.
Madame de Saint-Ange — Me resisto a ésta efervescencia. Sea prudente, Dolmancé; derramar esta simiente disminuirá la actividad de sus espíritus animales, quitando calor a las disertaciones.
Eugenia, (tocando los testículos de Dolmancé) — Oh, cómo me disgusta, querida amiga, la resistencia que opone a mis deseos ... Y estas bolas, ¿qué uso tienen y cómo se llaman?
Madame de Saint-Ange — El nombre técnico es pelotas... testículos es el que les da el arte. Estas bolas encierran el depósito de la simiente prolífica de la que acabo de hablar y cuya eyaculación en la matriz de la mujer produce la especie humana. Pero sobre esos detalles nos detendremos muy poco, Eugenia, porque pertenecen más al orden de la medicina, que al del libertinaje. Una hermosa muchacha sólo debe preocuparse de coger, y nunca de engendrar. Nos deslizaremos, sobre todo lo que se refiere al mecanismo de la población, para ligarnos única y fundamentalmente a las voluptuosidades del libertinaje, cuyo espíritu no es precisamente el de poblar...
Eugenia — Pero, querida amiga, cuando este miembro enorme que apenas puedo tener en la mano penetra, como tú aseguras que puede hacerlo, en un agujero tan pequeño como el de tu trasero, debe producir un gran dolor a la mujer.
Madame de Saint-Ange — Cuando la mujer no está acostumbrada, ya sea por delante o por detrás que se produzca la introducción, siempre produce dolor. Es propio de la naturaleza hacernos llegar al placer mediante penas. Pero una vez vencido el dolor nada puede ocasionar tanto placer como el que se siente al penetrar el miembro en nuestro culo, muy superior al que brinda la introducción por delante. Por otra parte, de ese modo la mujer evita una cantidad de peligros. Su salud corre menos riesgos y por sobre todo no corre el peligro de quedar embarazada. No me extenderé, ahora, sobre esta voluptuosidad; nuestro maestro la analizará para las dos, Eugenia, y uniendo teoría y práctica espero te convencerá que entre todos los placeres del goce, debes preferir éste.
Dolmancé — Apresure sus demostraciones, señora, la conjuro a que lo haga, pues no puedo contenerme; pese a todos mis esfuerzos volcaré y este temible miembro, reducido a nada, ya no le servirá para sus lecciones.
Eugenia -- ¡Cómo! ¡quiere decir que si pierde la simiente de la que hablas, querida, se abatirá!... Oh, ¡déjame que la haga perder para ver en qué se convierte... Tendré tanto placer en ver cómo se derrama!
Madame de Saint-Ange — No, no, levántese Dolmancé. Piense que ese es el precio de sus trabajos y que no se lo puedo entregar antes de que lo haya ganado.
Dolmancé — Está bien. Pero para convencer mejor a Eugenia del placer que vamos a ocasionarle, ¿habría inconveniente en que la masturbe usted delante mío?
Madame de Saint-Ange — Ninguno, sin duda. Lo haré con tanta mayor alegría por cuanto este episodio lúbrico nos ayudará en nuestras lecciones. Colócate sobre ese canapé, querida.
Eugenia — ¡Oh, qué delicioso lugar! ¿Pero para qué todos estos espejos?
Madame de Saint-Ange — Reflejando las posiciones en mil sentidos diversos, multiplican los goces ante los ojos de aquellos que los disfrutan sobre esta otomana. Por este procedimiento no se puede ocultar ninguna de las partes de los dos cuerpos: es preciso que se vea todo; son otros tantos grupos que se reúnen alrededor de quienes están encadenados por el amor, otras tantas imitaciones de sus placeres, de esos deliciosos cuadros cuya lubricidad excita y sirve para hacerla llegar a su paroxismo.
Eugenia — ¡Qué invención deliciosa!
Madame de Saint-Ange — Dolmancé, desvista usted mismo a la víctima.
Dolmancé — No es difícil, sólo se trata de sacar esta gasa para ver al desnudo los más conmovedores atractivos. (La desnuda y sus primeras miradas se dirigen rápidamente hacia el trasero). Veré, por fin, ese divino y precioso culo al que ambiciono con tanto ardor... ¡Santo Dios! ¡Qué frescura, qué carnes, qué brillo, qué elegancia!... Nunca vi uno más bello.
Madame de Saint-Ange — Ah, pícaro, de qué manera sus primeros homenajes prueban sus gustos y sus placeres.
Dolmancé — ¿Puede haber en el mundo algo más hermoso? ... ¿Dónde encontrará el amor altares más divinos?... Eugenia ... sublime, Eugenia, ¡déjeme colmar con las más dulces caricias su culo! (Lo toca y lo besa, transportado).

7 de marzo de 2008

TERCER DIÁLOGO (primera parte)

(La escena transcurre en un delicioso tocador)
MADAME DE SAINT-ANGE
EUGENIA
DOLMANCÉ
Eugenia, (muy sorprendida de ver en el cuarto a un hombre que no esperaba) — ¡Dios mío, esta es una traición, querida amiga!
Madame de Saint-Ange (igualmente sorprendida) — ¿Por qué motivo está usted aquí? ¿No tenía que llegar a las cuatro?
Dolmancé — Siempre se adelanta lo más posible la felicidad de verla, señora. Encontré a su hermano; él comprendía lo necesario de mi presencia para las lecciones que debe usted darle a la señorita. Sabía que éste sería el liceo donde se darían los cursos y me introdujo secretamente sin imaginar que sería desaprobado. Como sabe que sus demostraciones sólo serán necesarias luego de las disertaciones teóricas, no aparecerá hasta ese momento.
Madame de Saint-Ange — En verdad, Dolmancé, este es un giro...
Eugenia — Con el que no me dejaré engañar, mi buena amiga; todo esto es obra tuya... Al menos debiste consultarme... Ahora tengo tal vergüenza que seguramente hará fracasar nuestros proyectos.
Madame de Saint-Ange — Te aseguro que la idea de esta sorpresa sólo pertenece a mi hermano; pero no te asustes: Dolmancé, a quien conozco como un hombre muy amable, no será sino muy útil para nuestros proyectos. Respecto a su discreción respondo de él como de mí misma. Familiarízate con el hombre de mundo que está en mejores condiciones de conducirte por la carrera de felicidad y placeres que deseamos recorrer juntas.
Eugenia (ruborizándose) - ¡Oh! No por eso dejo de sentir una gran confusión...
Dolmancé — Eugenia, póngase cómoda... el pudor es una vieja virtud de la que debe desprenderse limpiamente, como de tantos otros hechizos.
Eugenia — Pero la decencia.
Dolmancé — Otro uso gótico del que se hace muy poco caso en la actualidad. ¡Es tan contraria a la naturaleza! (Dolmancé toma a Eugenia en sus brazos y la besa).
Eugenia, (defendiéndose) - ¡Basta, señor!... ¡Verdaderamente usted no me trata con miramientos!
Madame de Saint-Ange — Eugenia, dejemos de ser mojigatas con este hombre encantador; yo no lo conozco más que tú y sin embargo, ¡mira cómo me le entrego! (Lo besa lúbricamente en la boca) ¡Imítame!
Eugenia — Sí, sí; ¡de quién podré tomar mejor ejemplo! (Se entrega a Dolmancé, que la besa ardientemente y con la lengua).
Dolmancé — ¡Qué amable y deliciosa criatura!
Madame de Saint-Ange, (besándola también) -- ¿Crees, pequeña picara, que yo no tendré mi parte? (Dolmancé, abrazándolas, las acaricia con la lengua durante un cuarto de hora; las dos se le rinden y él se entrega).
Dolmancé — Créanlo, señoras. Estos preliminares me embriagan de voluptuosidad. Hace muchísimo calor. Pongámonos cómodos y charlaremos infinitamente mejor.
madame de saint-ange — De acuerdo, estos velos de gasa ocultarán solamente aquellos atractivos que es preciso esconder al deseo.
Eugenia — ¡En realidad me hacen hacer cada cosa!...
Madame de Saint-Ange, (ayudándola a desvestirse) — Ridículas ¿no es cierto?
Eugenia — Por lo menos indecentes, verdaderamente... ¡Ah, cómo me besas!
Madame de Saint-Ange — ¡Qué hermoso pecho!... es una rosa apenas entreabierta.
Dolmancé, (mirando, sin tocarlos, los senos de Eugenia) — Y que prometen otros atractivos... infinitamente más estimables.
Madame de Saint-Ange — ¿Más estimables?
Dolmancé — Sí, por mi honor, (al decir esto Dolmancé trata de dar vuelta a Eugenia para examinarla por atrás).
Eugenia — ¡No, no, le ruego!
Madame de Saint-Ange — No, Dolmancé, no quiero que vea... un objeto cuyo poder sobre usted es tan grande... teniéndolo en la cabeza no podría razonar ya con sangre fría. Tenemos necesidad de sus lecciones, dénoslas y los mirtos que desea recoger formarán luego su corona.
Dolmancé — Acepto. Pero para demostrar, para darle a esta bella niña las primeras enseñanzas de libertinaje, es necesario que al menos usted tenga la complacencia de prestarse.
Madame de Saint-Ange — ¡En buena hora!... Heme aquí completamente desnuda, ya puede disertar sobre mí tanto como usted quiera...

5 de marzo de 2008

SEGUNDO DIÁLOGO

MADAME DE SAINT-ANGE
EUGENIA
Madame de Saint-Ange — ¡Buenos días, mi hermosa! Si puedes leer en mi corazón sabrás con que impaciencia te esperaba.
Eugenia — ¡Oh, creí que no llegaría nunca, tanto era el apuro de estar en tus brazos! Una hora antes de salir temblaba pensando que todo podía cambiar. Mi madre se oponía por completo a este delicioso paseo, decía que no era conveniente que una joven de mi edad saliera sola; pero mi padre la maltrató tanto anteayer que una mirada suya bastó para que callara. Finalmente estuvo de acuerdo con lo que aceptaba mi padre, y he venido. Tengo un permiso de dos días; es necesario que tu coche y una de tus sirvientas me lleve pasado mañana.
Madame de Saint-Ange — ¡Tan poco tiempo! Ángel mío, apenas podré expresarte todo lo que me inspiras... y por otra parte, tenemos tanto que conversar... ¿Recuerdas que es en este encuentro que debo iniciarte en los más secretos misterios de Venus? ¿Tendremos tiempo en dos días?
Eugenia — Ah, si no he aprendido todo me quedaré... he venido para instruirme y no me iré hasta ser sabia.
Madame de Saint-Ange (besándola) — Mi amor querido, ¡la cantidad de cosas que vamos a hacer y decirnos mutuamente! Pero, a propósito, ¿no quieres almorzar, mi reina? Es probable que la lección sea larga.
Eugenia — No tengo más necesidad que recibirla; almorzamos antes de salir y ahora puedo estar hasta las ocho de la noche sin sentir el menor deseo.
Madame de Saint-Ange — Pasemos entonces a mi tocador, que allí estaremos más cómodas. He avisado a mis servidores y ten la seguridad de que nadie nos molestará. (Entran tomadas del brazo).